Anted de abordar el tren rumbo al campo de batalla me pusiste al cuello esa bufanda, el primer regalo que te di. "Te la encargo. La verdad no va con el uniforme”, fue tu despedida.
La tejí con los colores y
motivos de tu jardín. “Las amapolas no tienen aroma, así olerá siempre a ti”, anoté
en la tarjetita. Regresé a casa aspirando en ella tu presencia. Al llegar la colgué
del respaldo del sillón que te gustaba; Perro acudió de inmediato a olfatear y
se echó debajo a esperarte, en el que se convirtió su nuevo lugar favorito.
Pasó el tiempo sin tener
noticias. Sólo tres cartas pasaron la censura militar y lo único que sabíamos
de la guerra era por los boletines oficiales. Me reconfortaba abrazando la
bufanda, que mantenía el aroma como el primer día, que a veces era aún más
intenso.
Perro siempre me acompañaba pero
un día empezó a evitar acercarse. Yo no entendía por qué, hasta que
le percibí olores extraños: en lugar de una suave fragancia, a veces emanaba
hedor a sudor rancio, a tierra seca, a pólvora, a sangre. Entonces entendí eso
de que los perros captan el miedo; incluso yo aprendí a distinguir el olor de
la sed, de la fatiga o la angustia…
Una noche me despertó un coro
de aullidos lastimeros. Perro por fin se había aproximado de nuevo a tu sillón,
lloriqueando. No me asombró captar el olor a muerte. Enfrenté lo inevitable y enterré
aquel tu recuerdo en la jardinera..
Ahora paso mis horas muertas
tejiendo bufandas para los heridos que regresan de la guerra. Las lleno de
flores coloridas para que olviden lo gris de sus uniformes mientras veo cómo
crecen las plantas que nacieron donde enterré la prenda. Les han brotado
numerosos botones. Perro los cuida celosamente, porque, al contrario de las
amapolas comunes, éstas sí tienen perfume: el tuyo.