Me divierten quienes no conciben cómo puedo trabajar frente a un escritorio donde anidan avispas cazadoras: una es azul, con antenas amarillas; la otra, la pequeña, luce alas anaranjadas sobre su cuerpo verde metálico. Me refrescan con su aleteo y no es raro que se posen en mi pelo.
Sí, me lo han advertido, sé que la picadura debe ser dolorosa y que hay personas a quienes les daña como la ponzoña del alacrán amarillo, pero no me distraen. Hasta me entretienen sus afanes mientras pienso que por vivir junto a las bocinas ya les agrada la música setentera. Ah, y aprendimos a no chocar. A veces logro adelantarme a mis perros antes de que desmembren tarántulas y alimañas, y las libero donde vivan en paz, lejos de la casa para que no vengan a presagiar temblores.
No siempre he pensado igual ni cambié gradualmente. Fue en un momento, aunque una hora entre abejas africanas difícilmente puede ser tenido como “un momento”. Empezaba a caer la tarde; atrasados ya en un recorrido de verificación topográfica a campo traviesa, teníamos pendiente un solo punto de los programados para el día. No tocarlo significaría perder toda la jornada siguiente nada más para regresar al lugar.
La decisión, tan rápida como imprudente, fue atajar unos cuatrocientos metros vadeando una cañada que no parecía agreste: árboles dispersos entre peñascos grandes rodeados de los densos abrojos que nos venían fastidiado manos y cara. Una vez tomado el rumbo a través del “sendero” más prometedor, iniciamos el descenso, yo el veterano por delante, sin más complicaciones que una profundidad mayor a la indicada en el mapa. Al acercarme a la otra orilla algo percibí que me hizo alertar a mis compañeros: “¡Abejas!”.
Afortunadamente para ellos, cuando oyeron mi advertencia apenas empezaban a bajar y desandaron fácilmente su camino. A mí, entre los zumbidos y el dolor de los primeros piquetes, sólo se me ocurrió pensar cuán extraño era que no había visto una nubecita bien definida y palpitante como los enjambres de Winni Pooh mientras me percataba que no tenía la mínima posibilidad de escape: los peñascos eran ahora paredes de gran altura y los espinos impedirían correr hacia ningún lugar.
Claro que este cuadro la verbalicé después, armando imágenes dispersas. Ante la emergencia, el instinto estaba al mando y lo siguiente que recuerdo es que encontré acomodo en menos de medio metro cuadrado entre dos piedras asumiendo una posición que el mandril más sumiso consideraría indigna. Para mi buena suerte, pese al calor la vegetación nos había impuesto vestir ropa muy gruesa, de forma que sólo llevaba al descubierto la cara, las manos y... las orejas, ¡cómo duelen los aguijonazos en las orejas! Antes había vivido momentos difíciles: miedos tan intensos, de esos que paralizan y sólo se acierta a percibir el frío que corre por la médula; dolores tan fuertes que se empieza a pensar si no convendría morir antes que soportarlos. Pero miedo y dolor juntos, nunca.
No vi desplegarse mi vida en un instante, sino que la conciencia se me partió en varios canales, todos pugnando por imponerse: En uno se transmitían varias historias sobre hombres y bestias muertos por abejas, al tiempo que una señal “en off” me urgía a recordar cuántas picaduras puede soportar un ser humano en poco tiempo. Por otro lado escuchaba reclamos: “espero que no hayas perdido la libreta, burro. ¿Para qué la traías en la mano?”, o “¡Cómo eres cretino!, si no hubieras dejado de fumar traerías un encendedor y harías humo”.
Pero las voces más angustiantes evocaban a mi familia recibiendo la noticia. Y fue esa imagen tan dolorosa la que llevó a mi yo racional a asumir el control. Total, faltaban unas tres horas para el anochecer y confiando en la conseja de que las abejas no vuelan de noche, acerté a decidir que esperar era la única opción. Así que conseguí hacer caso omiso de los zumbidos y, para pasar el tiempo, me dediqué a contarme las picaduras, tarea que había que recomenzar tras cada acometida. Además, es difícil distinguir dolores individuales en medio de dedos, orejas y nuca inflamados; nunca logré pasar de diecisiete, aunque al día siguiente aún me quitaba aguijones de entre el nacimiento del pelo.
Después me enteré que la lucidez a la que me aferré no era tanta, porque no recuerdo haber avisado que estaba bien pero que no me podía mover, y aún para dar algunas instrucciones, aunque sí me llegué a preguntar si el sonido de mi voz o cualquier otro aumentaría la furia del ataque. Total, cuando amainó el volumen del enjambre me empecé a mover, torpemente al principio, pues estaba entumido. Pronto aprendí a no interferir la trayectoria de vuelo de ningún insecto y así escalé, muy lentamente, hasta ponerme a salvo.
Por eso es que tolero a los bichos, me enseñaron muchas cosas. Por eso es que me gusta la vida, que haya vida y que yo esté vivo aún, y que me conozca facetas de mí mismo que nunca hubiera imaginado.