«[…]
Matilde se incoporaba, sentándose en la orilla de lecho y allí, con el rostro
hundido entre las manos, repetía en voz alta, como esperando que alguien la
contradijera:
—No
voy a poder pasar este día.
Porque
el día estaba erguido frente a ella como un árbol enorme que era necesario
derribar. Y ella no tenía más que un hacha pequeña, con el filo mellado. El
primer hachazo: levantarse. Algo que no era ella, que no era su voluntad,
(porque su voluntad no deseaba más que morir), la ponía en pie. Como sonámbula,
Matilde daba un paso, otro, a través de la habitación. Vistiéndose, peinándose.
Y después, abrir la puerta, decir buenos días, sonreír con una sonrisa más
triste que las lágrimas.»
Castellanos, Rosario: Balún
Canán,
México, F.C.E (Colección popular 92), 1987[1957], p. 138.