«Y entonces me confesó su terrible secreto. Cada vez que escribía un libro se abatía sobre el pobre magister la peor de las desgracias. Y es que después de haber elaborado todos sus argumentos para el tema que quería demostrar, se sentía obligado a exponer igualmente las objeciones que podría oponer un adversario; se devanaba entonces los sesos y buscaba las razones más agudas desde el punto de vista contrario, y como quiera que éstas iban penetrando en su ser de manera inconsciente, sucedía siempre, cuando el libro estaba terminado, que las opiniones del pobre autor había ido cambiando poco a poco, y surgía entonces en su mente una convicción totalmente opuesta a la del libro, y entonces era lo suficientemente honrado […] para sacrificar los laureles de la fama literaria ante el altar de la verdad, es decir, arrojando su manuscrito al fuego. Por eso lanzaba suspiros tan profundos una vez que había demostrado la superioridad del cristianismo.»
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