«Unas dos horas antes de la de la comida, Andrey Ivanovitch entraba en su escritorio para ponerse a trabajar seriamente, y seria era, por cierto, su ocupación. Consistía en meditar una obra que había estado considerando desde hacía mucho tiempo. Esta obra había de ser […] en fin, una obra de tremenda transcendencia. Pero hasta ahora la colosal empresa no había pasado de la etapa de las meditaciones: la pluma se mordía, aparecían en el papel unos bosquejos, y después se dejaba todo a un lado, sustituyéndose por un libro que ya no había de soltarse hasta la hora de comer. El libro se leía con la sopa, con el asado y la salsa, y aun con el pudín y, por consiguiente, algunos platos se enfriaban y otros se devolvían sin probar. Luego aparecía el café, que se saboreaba con la pipa, y, por fin, Andrey Ivanovitch jugaba consigo mismo un partido de ajedrez. Qué hacía después hasta la hora de cenar, es verdaderamente difícil determinarlo. Creo que sencillamente no hacía nada.»
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