Es un lugar común decir que la Internet ha cambiado el mundo. El acceso casi inmediato a un gran volumen de datos (cuya precisión y veracidad son difíciles de garantizar, pero ésa es otra historia...) nos ha llevado a cambiar algunos paradigmas de la actividad cultural, entre ellos el valor de la erudición. Lo que años antes se conseguía con años de lecturas cuidadosas para comprender sin vacilaciones alguna referencia oscura a la cultura clásica ahora lleva unos cuantos segundos de buscar en Google qué diablos quiso decir alguien al hablar, por ejemplo, de las cualidades comunicativas de Janto (uno de los caballos de Aquiles, dotado por los dioses del don de la palabra, además de una velocidad y fuerza descomunales) y no quedarse con cara de "What?".
Otro aspecto es la saturación de información al que los internautas se ven expuestos. Un twittero que siga a cincuenta o cien twitteros, por decir una cifra modesta, tendrá que escoger algunas de entre un gran número de comunicaciones para profundizar. Supongamos que la mitad de la gente a la que sigue le da por la literatura (o algún otro tema a su elección), y que al menos la mitad de ellos produce un blog o cita alguna referencia de reseña bibliográfica, acto cultural, última noticia relevante, etcétera. Multiplíquese esta cifra con cada cuenta de Facebook y otras redes sociales, los seguimientos temáticos, los feeds RSS, las listas de correos (aún existen), la prensa diaria, los materiales del interés particular de cada quien.... y llenara varias horas de cada día en solo tratar de seguir el paso a un subconjunto muy pequeño de las actividades que se llevan a cabo en línea.
El fenómeno descrito ya había sido previsto por la ciencia ficción, al menos hace treinta años. Para demostrarlo, les propongo la lectura del siguiente fragmento de un cuento del escritor polaco Stanislaw Lem, donde se da cuenta de lo que puede llegar a padecer alguien por un exceso de información: