De "El canto del pájaro", Anthony de Mello

El discípulo se quejaba constantemente a su maestro:

«No haces más que ocultarme

el secreto último del Zen».

Y se resistía a creer sus negativas.

Un día, el Maestro lo llevó a pasear por el monte.
Mientras andaban, oyeron cantar a un pájaro.


«¿Has oído el canto de ese pájaro?»,
le preguntó el Maestro.

«Sí», respondió el discípulo.
«Bien; ahora ya sabes que
no te he estado ocultando nada».

«Sí», asintió el discípulo.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Muy solidarios
atrás del vagabundo
vienen tres perros

1Q84


Murakami, Haruki:
1Q84, Tusquets editores, Barcelona, 2011, pp. 83-84.

Sigo leyendo novelas japonesas. Ahora me tocó en suerte deleitarme con Haruki Murakami, de quien me habían hablado maravillas. Descubrí, asombrado, que todos los elogios se quedaron cortos.
El siguiente fragmento me llamó especialmente la atención, al ser yo mismo corrector de estilo, por lo que me vi plenamente reflejado en la descripción.


No tenía lo que se podría llamar un plan exacto sobre cómo re-escribir la novela. Tan sólo se le habían ocurrido algunas ideas sobre detalles concretos. Tampoco iba a aplicar un método ni fijar unos criterios para corregirla. Tengo no estaba seguro de que una novela fantástica y sensible como La crisálida de aire pudiera corregirse de forma lógica. Como le había dicho Komatsu, estaba claro que había que corregir considerablemente el texto, y sin embargo tenía que intentar no dañar el espíritu y la calidad del original. ¿Acaso no era lo mismo que intentar darle un esqueleto a una mariposa? Cuando pensaba en ello, se sentía confuso y más inseguro. Pero el asunto ya estaba en marcha y el tiempo era limitado. No tenía margen para cruzarse de brazos y ponerse a pensar. No quedaba más remedio que ir despachando cada detalle, uno por uno. Ocupándose artesanalmente de los pormenores, quizás emergiera por sí misma una perspectiva global de la obra.
        «Tengo, puedes hacerlo. Lo sé», había afirmado Komatsu, seguro de sí mismo. Y, sin saber por qué, Tengo creía a ciegas en las palabras de Komatsu. Era un personaje bastante problemático en su manera de comportarse, y básicamente sólo pensaba en sí mismo. No cabía duda de que, si fuera necesario, dejaría a Tengo en la estacada. Y era posible que ni siquiera volviera la cabeza. Pero como él mismo había dicho, poseía un olfato especial como editor. Komatsu nunca titubeaba. Siempre juzgaba, tomaba una decisión y pasaba a la acción al instante. No le importaba lo que dirían los demás. Tenía las cualidades necesarias para ser un comandante excelente al frente de la batalla. Y ésas eran cualidades de las que, claramente, Tengo carecía.
        En realidad, Tengo empezó a reescribir a las doce y media del mediodía. Tecleó en el ordenador, tal y como estaban, las primeras páginas del original hasta un lugar adecuado donde parar. Primero se propuso corregir ese bloque hasta que quedase aceptable. El contenido de la historia no lo tocaba, sólo arreglaba de forma minuciosa el estilo. Era algo semejante a renovar las habitaciones de una casa. La estructura principal quedaba como estaba, porque en sí misma no tenía ningún problema. Tampoco cambiaba la posición de las cañerías. Pero todo lo demás, todo lo que se pudiera reemplazar —el revestimiento del suelo, el techo, las paredes y los tabiques— lo arrancaba y lo sustituía por material nuevo. «Soy el mañoso carpintero al que han encargado el trabajo», se repetía a sí mismo. No había un diseño fijo. Tenía que ingeniárselas valiéndose de su intuición y de su experiencia para cada caso.
        A las partes que resultaban difíciles de entender leyéndolas una vez les añadía una explicación, y así facilitaba el flujo de lectura. Las partes sobrantes y expresiones reiterativas las eliminaba, y completaba partes insuficientes. De vez en cuando, cambiaba el orden de párrafos y oraciones. Como en el original los adjetivos y adverbios eran muy escasos, aun respetando esa característica, cuando notaba que hacía falta alguna frase adjetiva, la añadía escogiendo las palabras adecuadas. A pesar de que el texto de Fukaeri era, en general, infantil, las partes buenas podían diferenciarse fácilmente de las malas, por lo cual la elección de soluciones resultaba menos complicada de lo que había pensado. Había partes que, por ser infantiles, eran difíciles de entender y de leer, pero por otro lado había expresiones que, a pesar de ser infantiles, resultaban sorprendentemente originales. Las primeras las eliminaba sin pensárselo dos veces y las sustituía por otras diferentes; las segundas podía dejarlas tal cual.”

jueves, 10 de mayo de 2012

Noche de grillos.
Quedó el almendrito
sin una hoja.