De "El canto del pájaro", Anthony de Mello

El discípulo se quejaba constantemente a su maestro:

«No haces más que ocultarme

el secreto último del Zen».

Y se resistía a creer sus negativas.

Un día, el Maestro lo llevó a pasear por el monte.
Mientras andaban, oyeron cantar a un pájaro.


«¿Has oído el canto de ese pájaro?»,
le preguntó el Maestro.

«Sí», respondió el discípulo.
«Bien; ahora ya sabes que
no te he estado ocultando nada».

«Sí», asintió el discípulo.

lunes, 27 de septiembre de 2010

¡Trágame, Tierra!


Uno de tantos defectos de vivir en un pueblote es que uno hace el ridículo del año por olvidar las convenciones sociales de la gran ciudad.

Les platico que nos invitaron al examen doctoral de una amiga de mi esposa. Aprovechamos el viaje a la ciudad de México para sacar algunos pendientes en una “rápida” visita a Tula y entregar algunos archivos en una oficina de la cd. de México.
Nada salió según lo planeado: ni la impresora ni el quemador amanecieron ese día con ganas de trabajar, y para variar en la última revisión resultó que faltaban algunos escaneos. En lugar de salir en la mañana rumbo a cd. de México y seguir con calma hacia Tula, estábamos saliendo de Chilpancingo a las cuatro de la tarde, sin comer.
Cinco horas después (tres y media de viaje y una y media para atravesar el Distrito Federal de la terminal sur a la norte), apenas alcanzamos el último autobús rumbo a Tula de Allende. Llegamos pasada la media noche y nos quedamos sin cenar.
Al día siguiente teníamos que estar a las nueve de la mañana en la bodega de la zona arqueológica. Con el cansancio del viaje del día anterior, medio alcanzamos a darnos un baño y tomar un desayuno apresurado. El baño no sirvió de mucho: hay pocos lugares tan polvorientos como una bodega de materiales arqueológicos. Entre el trabajo en la bodega y el museo, y una visita a la zona arqueológica para corroborar datos, se nos volvió a hacer tarde. En vez de regresar al mediodía para alcanzar a comer, ir al zócalo y de ahí a Ciudad Universitaria para llegar a más tardar a las seis de la tarde, hora del examen, abordamos el autobús rumbo al D. F. a las tres de la tarde, de nuevo sin comer más que unos colchones bimbo y una lata de refresco, en ropas de trabajo, empolvados y asoleados.
Por si fuera poco, la lluvia nos retrasó aún más y convirtió en lodo buena parte del polvo que no alcanzamos a sacudir. Corrimos de la central norte al Zócalo, evadiendo con un poco de suerte la manifestación de rigor y, justo a las seis de la tarde, estábamos entregando el paquete.
--¿Será que alcancemos a llegar al examen?, debe estar empezando ahorita.
--Ya ves que siempre comienzan tarde, acuérdate que el tuyo de Maestría comenzó más de media hora después. Vamos a hacer el intento.
El trayecto nos llevó más de una hora. Corrimos nuevamente bajo la lluvia hasta la Facultad de Filosofía y Letras, cargando las dos mochilitas del equipaje y todavía nos tardamos un buen rato en dar con la Sala de Consejo, donde se celebraba el examen.
Más de una hora y media después, mojados, con los pelos parados, los tenis enlodados, cara de hambrientos, empanizados por el polvo y la lluvia, en ropas de trabajo y cargando las mochilitas y las gorras, estábamos con la oreja pegada a la puerta tratando de adivinar si aún estaba el examen en curso.
Decidimos entreabrir la puerta y asomarnos despacito. ¡Ups! Alguien desde dentro la abrió del todo. Nos vimos ante una sala llena de académicos --incluyendo algunas "vacas sagradas"-- y familiares de la doctorante, todos vestidos con sus mejores galas: trajes, corbatas, vestidos largos y joyas volteando a ver a los dos fachosos impuntuales de la puerta. Ahí nos quedamos, pues no alcanzamos asiento, y no teníamos ni para donde movernos.
Mientras nos tratábamos de hacer chiquitos, cosa muy difícil porque éramos los únicos que había detrás del jurado, la examinada, que estaba terminando su disertación, siguiendo las miradas de los que nos veían como a bichos raros, repara en nuestra presencia y decide enfatizar el tema que esta discutiendo con un “y como cité de las obras de Elizabeth, aquí presente, a quien agradezco que…” al tiempo que la señalaba con un ademán, que fue seguido por la presidenta del jurado, quien se dio la vuelta sobre su asiento, se nos queda viendo y remata con un saludo agitando la mano.
Al terminar el examen, tratamos de huir sin ser notados aprovechando los aplausos y saludos a la nueva doctora, que nos vuelve a ver entre la multitud y enfrente de todos, nos dice: “¡Hey: ustedes dos!, tienen que estar en el brindis. Ahorita encuentro a alguien que los lleve. No me fallen, que les toca regalo especial…”
Espero que nunca se vean en el trance de estar en un salón arreglado con flores y manteles largos, mientras los meseros reparten bocadillitos de caviar y otras delicias, además de copas de vino espumoso sin haber comido bien en dos días. No sabe uno si de plano pedir que le dejen a uno las charolas y terminar de hacer el rídículo o tratar de salvar las apariencias… Y todo porque se nos olvidó el “pequeño detalle” de que los examenes profesionales, y más aún los de grado, son motivo de fiesta solemne para la mayor parte del mundo civilizado.