De "El canto del pájaro", Anthony de Mello

El discípulo se quejaba constantemente a su maestro:

«No haces más que ocultarme

el secreto último del Zen».

Y se resistía a creer sus negativas.

Un día, el Maestro lo llevó a pasear por el monte.
Mientras andaban, oyeron cantar a un pájaro.


«¿Has oído el canto de ese pájaro?»,
le preguntó el Maestro.

«Sí», respondió el discípulo.
«Bien; ahora ya sabes que
no te he estado ocultando nada».

«Sí», asintió el discípulo.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Anoche soñé que escribía un haiku

Anoche soñé que escribía un haiku, un bello haiku sobre la nostalgia. Mientras lo componía cambiaba mi visión del mundo, descorriéndose un velo para acceder a una realidad sin distinción entre sujeto (yo) y objeto (el mundo), una dimensión donde no existe la barrera entre uno mismo y el resto de la creación.
Fue un sueño hermoso.
Y al despertar, no recordé ni una línea.

No es la primera vez que me sueño creando buena poesía que se pierda al llegar la vigilia, y ya he tenido experiencias de ésas que según los místicos son la antesala de la iluminación. Dos olvidos son los más dolorosos, en uno de ellos sabía una canción que, al cantarla podía uno volar. Y dos veces me he integrado por minutos con el entorno: una cuando tenía diecisiete flotando en un arroyo tropical, y otra en que sentí ser una hoja de la gran ceiba de la zona arqueológica maya de Yaxchilán.

En la mañana, aparte la frustración, me afloraron algunas certezas sobre mi relación con las artes: la música, la literatura, el cine y la fotografía. La más terrible es que díficilmente podré salir de mi papel de consumidor en vez de creador. Me deleita escuchar música por horas, aunque sepa que difícilmente pueda componer dos notas seguidas o interpretarlas con algún instrumento (ya no se diga cantarla o bailarla, por no hablar de intentar dibujar algo: cuando fui con Diosito para que me asignara mi cuota de talento artístico, me dio un vale para mi próxima encarnación).

Siempre he sido un lector voraz y poco selectivo que no cree en los "géneros menores". Me fascinan las obras que presenten una propuesta novedosa, y que lo hagan de forma que uno quede enganchado con pocas frases como las que Rosa Montero inicia Historia del rey transparente:
«Soy mujer, y escribo. Soy plebeya, y se leer. Nací sierva, y soy libre...».

Suelo estar leyendo varios libros, revistas y blogs al mismo tiempo, y puedo brincar sin ningún remordimiento entre un best seller y Jorge Luis Borges o Saramango. Detesto vestirme de exégeta y buscar contradicciones o faltas de coherencia en la literatura fantastica y por eso no me avergüenza confesar que me gusta Harry Potter y Crepúsculo, o que leo con frecuencia libros de autoayuda tipo Deprak Chopra y el blog de Coelho.

Tengo, eso sí, preferencias muy definidas: Leo mucho más prosa que poesía (y si un poema no me atrapa en las primeras dos líneas, lo dejo de lado); me encanta la literatura italiana contemporánea, la ciencia ficción, Vargas Llosa más que García Márquez, más novela histórica que romántica y detesto a los escritores pedantes, los que enredan el discurso, los falsos poetas y, sobre todo, cualquier pretensión dogmática.

Rara vez critico o analizo lo leído, me quedo en el nivel de "me gusta" o "no me gusta". Lo mismo hago con otra de mis pasiones, el cine, porque además me fastidian los sabihondos que se regodean deshaciendo una obra atacándola con palabrejas como "la mímesis" ("pues qué mámones", pienso siempre). Pero eso sí, busco que lo que leo esté limpio y sin errores ortográficos (uno de los problemas de dedicarse a editar textos es que las erratas "brincan" y le arruinan a uno la lectura).

¿Y cómo es que algo me atraiga? Hay dos aspectos: la forma de escribir y el tema.

En el aspecto temático busco cualquier propuesta que presente un desafío a la imaginación, que explore un aspecto potencialmente mágico de la realidad cotidiana, o le den un tratamiento singular a los grandes temas universales, y más si esto no es evidente.
Por ejemplo, hasta hace poco comprendí por qué estoy tan absorto en la lectura de Los hijos de Aesir una novela en entregas quincenales. Su autora, Ángela Arias, ha sabido crear dentro de una atmósfera fantástica un entorno para que sus bien delineados personajes representen los grandes desafíos de la lealtad, la busqueda de sí mismos, la libertad, etcétera. Pero sobre todo, un tema cada vez de mayor actualidad: cómo prosperar y sobrevivir en un entorno completamente distinto para el que uno se ha preparado toda la vida, cómo adaptarse a ser quien no se supone que uno iba a ser, cuando se rompen los valores y las expectativas que se habían asumido como firmes e inamovibles, cuando ya no son válidas las premisas en las que fue uno educado.

En cuanto a la forma de escribir, comulgo con este diálogo que leí en un libro infantil La caseta mágica:

«No sabía que las palabras fueran tan complicadas»,
dijo el niño.

«Sólo lo son si usas muchas para decir poco»,
respondió el perro
.


En una entrevista, le preguntaron a Juan José Arreola cómo sabía si un libro era bueno o no. Respondió diciendo que era bueno si lograba que el lector se identificara tanto que pudiera exclamar: "Esto lo pude haber escrito yo". Pues a mí me gustaría escribir como esos autores que con tan pocas palabras dicen tanto, convierten cada frase en un pequeño cosmos, como en este pequeño párrafo de Borges:

«Ante la muerte de un amigo, compruebo que lo recuerdo con intensidad, pero que los hechos o anécdotas que me es dado comunicar son muy pocos [...] su imagen, que es incomunicable, perdura en mí y seguirá mejorándome y ayudándome. Esta pobreza de hechos y esta riqueza de gravitación personal corrobora tal vez lo que ya se dijo sobre lo secundario de las palabras y sobre el inmediato magisterio de una presencia.»

Mi favorito en ese aspecto es El tiempo de la noche, de William Sloane, una obra que cabalga entre la ciencia ficción y la novela policiaca. Cada uno de sus párrafos, en manos de un escritor poco talentoso, se convertiría en una o dos páginas. Y ése es el aspecto que más me atrae de los libros de Stepahie Mayer, pues en Crepúsculo logra transmitir una serie de sentimiento y vivencias muy profundos con pocas palabras, sin trucos, sin palabras rimbombantes.

Por eso escribo poco, en parte porque durante mucho tiempo me habitué a trabajar sobre textos de alguien más, a veces muy malos, pero que ya estaban hechos, a los que se podía rehacer de nuevo, tardarse a veces días con los dos o tres párrafos iniciales hasta que adquirieran una estructura coherente y leíble, pero que no presentaban el problema de la "página en blanco". En cambio, cuando son mis propios escritos "me queman las manos" antes de subirlos a la red, a sabiendas de que les falta un mundo de trabajo.

Otro obstáculo es un cierto fetichismo por la labor del escritor, uno se intimida al querer alternar entre los grandes. Así, como no sea escribir algo por compulsión, por una urgencia inmediata, se vuelve una penosa tarea para la que no se cree estar preparado hasta que uno pueda hacer lo que Maquiavelo:

«Llegada la noche, vuelvo a casa y entro en mi cuarto de trabajo. A la puerta me despojo de las ropas rústicas, llenas de fango y de lodo; me pongo ropas limpias y de etiqueta, y así, decentemente vestido, penetro en las antiguas cortes de los hombres antiguos. Acogido por ellos con amor, me nutro con ese alimento, el único que me conviene y para el que he nacido.»

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El celular de Hansel y Gretel

para reflexionar...

El móvil de Hansel y Gretel
Hernán Casciari

(Periodista argentino que escribe en El País de España)

Anoche le contaba a la niña un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: 'No importa. Que lo llamen al papá por el móvil'.
Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura —toda ella, en general— si el teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años. Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de ficción.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, con nudo y con desenlace.
¿Ya está?
Muy bien. Ahora ponga un teléfono móvil en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.
¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo?
La Niña, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las nuevas historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.
Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate. Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.
Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.
Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización de personas de Telefónica.
Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí.
Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.
Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.
Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. (Perdón por el espoiler.)
Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis:

M HGO LA MUERTA,
PERO NO STOY MUERTA.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCES. BSO.

Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción 'Banda ancha móvil' de Movistar.
Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados. La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría 'Cien años sin conexión': narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el messenger.
La famosa novela de James M. Cain —El cartero llama dos veces— escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría 'El gmail me duplica los correos entrantes' y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.
Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, 'Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura', la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.
En la obra 'El jotapegé de Dorian Grey', Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición. La bruja del clásico Blancanieves no consultaría todas las noches al espejo sobre 'quién es la mujer más bella del mundo', porque el coste por llamada del oráculo sería de 1,90€ la conexión y 0,60€ el minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.
También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi.
Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.
Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa.
La telefonía inalámbrica —vino a decirme anoche la Nina, sin querer—nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante.Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.
Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?
No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada, no tenga su telefonito en modo vibrador. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo siempre nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.
Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan. Nuestras tramas están perdiendo el brillo —las escritas, las vividas, incluso las imaginadas— porque nos hemos convertido en héroes perezosos.

lunes, 15 de diciembre de 2008

El día en que la tierra se detuvo
(o de cuando los avances son lo mejor de la película)

¿No les ha pasado muchas veces que los avances de una película inspiran grandes expectativas que el filme completo no alcanza a llenar?

A mí me pasó recientemente con Minotauro que , por primera vez en aaaaaaños, me salí a mitad del filme.
El día en que la tierra se detuvo no es tan mala como para llegar a eso, pero sí es una película más bien decepcionante. A su favor tiene buenas actuaciones, sobre todo las de J
ennifer Connely y el niño, interpretado por el hijo de Will Smith, así como de varios actores de apoyo, en especial el de la secretaria de Estado y los militares, a quienes de veras termina uno odiando por ser tan cortos de miras. Curiosamente, otro de los méritos de la película, una dirección artística que logró crear un ambiente tan tétrico y lúgubre, contribuye a que la película se sienta lenta y aburrida.
En contra, que es una muy mal armada copia con retazos de Contacto, La guerra de los mundos y un poco El día de la independencia, con muchos elementos milenaristas; baste decir que lo que en Contacto lleva una escena (ésa donde el extraterrestre le dice a Jodie Foster que "la humanidad es fascinante, capaz de los sueños más sublimes, pero también de las peores pesadillas") acá les lleva más de la mitad del filme, y no terminaron de redondear la idea.

El argumento gira sobre la idea de que por el uso y abuso de nuestro planeta ("uno de los pocos capaces de soportar el milagro de la vida") los humanos debemos ser castigados, con toda la connotación judeo-cristiana del término "castigo", como si no tuviéramos ya bastante, en términos del mismo filme, con depender de las reacciones de un grupo de halcones prestos a apretar el gatillo... y a expensas también de una supuesta civilización superior tan poco hábil como para no percatarse de la diversidad humana y aterrizar, cómo no, en Nueva York.

Por si fuera poco, el filme desaprovecha un argumento que hubiera podido ser central: ¿quiénes merecían estar como representantes de la humanidad en esas nuevas arcas? ¿Los científicos?, ¿los artistas?, ¿los genéticamente más aptos?, ¿los limpios de corazón?, ¿los limpios de culpa? (que encontrarlos estaría difícil, dejando de lado los chistes sacrílegos sobre Jesús y María Magdalena, pues los pecados por omisión serían mucho más frecuentes... si yo un día no abro mi negocio a tiempo, y por eso un niño no terminó la tarea y lo expulsan y por efecto mariposa termina siendo un asesino serial, ¿me contaría en mi balance negativo...?).

Otro elemento desfavorable es que el filme terminó siendo una ensalada de géneros y nunca se definió por ninguno: ni es un filme de suspenso, ni de acción, ni brillan los efectos especiales, ni es intimista, ni nada. Lástima por un filme que tenía todo para llenar la temporada.