De "El canto del pájaro", Anthony de Mello

El discípulo se quejaba constantemente a su maestro:

«No haces más que ocultarme

el secreto último del Zen».

Y se resistía a creer sus negativas.

Un día, el Maestro lo llevó a pasear por el monte.
Mientras andaban, oyeron cantar a un pájaro.


«¿Has oído el canto de ese pájaro?»,
le preguntó el Maestro.

«Sí», respondió el discípulo.
«Bien; ahora ya sabes que
no te he estado ocultando nada».

«Sí», asintió el discípulo.

sábado, 21 de mayo de 2016

El desprecio, Alberto Moravia



« […] Esta vez, ella se desasió de mí con dos o tres gestos enérgicos y simples, se puso de pie y, como decidiéndose de pronto, dijo sin pudor alguno:

—Si quieres que hagamos el amor, hagámoslo de una vez, pero no me hagas daño. No puedo sufrir el sentirme estrechada de este modo.

Quedé sin aliento. Aquella voz, su tono era realmente frío —no pude por menos de pensar—, práctico, sin participación sentimental alguna. Por un momento permanecí quieto, sentado en la cama, con las manos cogidas y la cabeza baja. Luego me llegó de nuevo su voz:

—Bueno, ¿quieres que lo hagamos o no?

Dije sin levantar la cabeza:

—Sí, quiero —en voz baja.

No era cierto, no la deseaba ya, pero quería sufrir hasta el fin aquella nueva y extraña sensación de alienamiento. Oí que ella me decía:

—Muy bien —y luego la oí andar en torno a la cama, a mis espaldas. Sólo tenía que quitarse la camisa (pensé), y me acordé de que antes había contemplado este simple acto con ojos encandilados, como el ladrón del cuento cuando, una vez pronunciada la palabra mágica, ve abrirse lentamente la puerta de la cueva, que le revela el esplendor de maravillosos tesoros. Pero esta vez no quise mirar, porque comprendí que la habría contemplado con ojos distintos, no ya infantiles y puros, aunque anhelantes, sino crueles e indignos de ella y de mí, a causa de su indiferencia. Permanecí en la misma posición en que me encontraba, con la cabeza inclinada y las manos en las rodillas. Poco después noté que los muelles del colchón se hundían lentamente, pues ella subía a la cama y se tumbaba sobre la colcha. Oí luego algún ruido más, como el del que se acomoda, y luego dijo ella, siempre con aquella horrible voz nueva:
 —Ven. ¿Qué esperas?

No me volví ni me moví. Pero me pregunté de pronto si siempre habían sido así nuestras relaciones. Sí —me contesté enseguida—, siempre habían sido poco más o menos así. Ella siempre se había desnudado y se había tendido en la cama. ¿Cómo habría podido ser de otra forma? Pero, al mismo tiempo, todo había sido distinto, Jamás antes había mostrado aquella docilidad mecánica, fría, impartícipe, que se traslucía en el tono de su voz e incluso de los crujidos del muelle de la cama y de la ropa al ser comprimida. Antes, todo se desarrollaba como en una nube de rapidez inspirada, de inconsciencia embriagada, de complicidad arrebatada. Ocurre a veces, cuando la mente se halla distraída por cualquier pensamiento profundo, que se deja un objeto cualquiera, un libro, un cepillo, un zapato, no se sabe dónde, y luego, una vez ha cesado la distracción, se busca en vano durante horas y, al fin, se encuentra en los sitios más singulares, casi inconcebibles, tanto, que a veces se requiere un esfuerzo físico para llegar a ellos. Así me había ocurrido a mí con el amor hasta entonces.
Todo se había desarrollado siempre en una veloz, embriagada y encantada distracción, y siempre me había encontrado entre los brazos de Emilia casi sin poder recordar cómo había ocurrido y qué había hecho entre el momento en que nos habíamos sentado el uno frente al otro, tranquilos y sin deseos, y el instante en que nos encontrábamos apretados en el abrazo final.
Ahora faltaba por completo esta distracción en ella y, por tanto, también en mí. Ahora habría podido observar con ojo frío, aunque excitado, sus gestos, de la misma forma que ella, sin duda, habría podido, a su vez, observar los míos. De pronto, la sensación que se delineaba cada vez más clara en mi ánimo, rabioso y disgustado, adoptó el carácter de una imagen precisa: ya no me encontraba frente a la mujer que amaba y que me amaba, sino más bien frente a una prostituta algo impaciente e inexperta, que se aprestaba a someterse pasivamente a mi posesión y que sólo esperaba que fuese breve y la cansara poco. Por un momento tuve ante mis ojos esta imagen como una aparición, y luego sentí que —por así decirlo— desaparecía de mi vida para dar la vuelta, quedar a mis espaldas y formar un todo con Emilia, tumbada detrás de mí en la cama. En el mismo instante, me puse de pie, siempre sin volverme, y dije:

—No importa. Ya no tengo ganas... Me iré a dormir a la sala de estar. Tú quédate aquí —y, de puntillas, me dirigí hacia la puerta de la sala.»


Moravia, Alberto: El desprecio,
Barcelona, Plaza y Janés, 1983, pp. 34-36