De "El canto del pájaro", Anthony de Mello

El discípulo se quejaba constantemente a su maestro:

«No haces más que ocultarme

el secreto último del Zen».

Y se resistía a creer sus negativas.

Un día, el Maestro lo llevó a pasear por el monte.
Mientras andaban, oyeron cantar a un pájaro.


«¿Has oído el canto de ese pájaro?»,
le preguntó el Maestro.

«Sí», respondió el discípulo.
«Bien; ahora ya sabes que
no te he estado ocultando nada».

«Sí», asintió el discípulo.

sábado, 18 de junio de 2016

Tarde nublada.
Chirría el pasador
del portón negro.

jueves, 9 de junio de 2016

Vaivén de hamacas.
Flota en la brisa tibia
olor a café.

sábado, 4 de junio de 2016


Noche de grillo.
Cae la luz de la luna
sobre la almohada.

viernes, 3 de junio de 2016

Moravia: El desprecio

«Pero en aquel momento, su desnudez se me apareció inmensa, como si el mar y el cielo le hubiesen prestado algo de su inmensidad. En la posición supina, los senos tenían un relieve incierto, de una turgencia musculosa y estirada. Pero a mis ojos se mostraron grandes en su contorno, grandes en su volumen, grandes en el círculo rosado de los pezones. Igualmente las caderas, que se ensanchaban con una amplitud cómoda y potente; y el vientre, que parecía acoger en su orbe de carne toda la luz del sol; y las piernas, que, más bajas que el resto del cuerpo a causa de la pendiente, parecían, por el contrario, estiradas hacia abajo por su peso y por su longitud. Me pregunté de pronto de dónde me llegaba aquella sensación de grandeza y de potencia, tan profunda y perturbadora. Y entonces comprendí que brotaba de mi deseo, despertado de manera imprevista. Un deseo no tanto físico cuanto espiritual, pese a su rapidez y urgencia, de unirme a ella, pero no con su cuerpo, dentro del cuerpo, sino a través de su cuerpo. En suma, tenía hambre de ella; pero la satisfacción de aquella hembra no dependía de mí, sino sólo de ella, de un consentimiento de ella que saliera al encuentro de mi hambre. Y yo sentía que ella me negaba aquel consentimiento, aunque, por un engaño de la vista, pareciese, desnuda como estaba, ofrecerse a mí.»

Moravia, Alberto, "El desprecio",
Barcelona, Plaza y Janes, 1983, pp. 197-198