Terminó de transcribir ese documento traspapelado: un tratado de magia, muy viejo, para transformarse en vampiro. Se dio a la tarea de buscar los objetos necesarios; más difícil fue traducir las cantidades a medidas modernas de cada ingrediente, y escondió todo en un ático lleno de trastes viejos.
Una noche propicia se instaló en el ático a ejecutar el ritual. Mientras dejaba pasar los tiempos prescritos entre paso y paso, descubrió en un espejo antiguo su reflejo a la luz de las velas negras. Recordó cuando mataba sus tiempos libres de adolescente jugando con su mirada en ese mismo espejo, lo que dejó de hacer porque le desconcertó muchísimo la expresión reflejada.
Se comenzó a sentir extraño. El hechizo funcionaba. El espejo le mostró una versión monstruosa de sí mismo. La imagen se iba desvaneciendo mientras le devolvía esa misma mirada, de sus propios ojos, que le asustó tanto muchos años antes.
Algo andaba mal: su propio cuerpo se desvanecía en una bruma maloliente. Demasiado tarde cayó en cuenta de que en el manuscrito estaban tanto las sustancias y objetos requeridos como las que se debían evitar, pero obviamente no mencionaba lo que aún no existía, como los espejos de plata, con la que interactuó su reflejo, disolviendo tanto su imagen como a él mismo.




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